¿Plástico o no plástico? La bolsa o la vida
Por
Fernando Butazzoni *
En muchos países hay movimientos sociales que han implementado verdaderas
campañas con el objetivo de reinstalar la bolsa de tela para hacer las compras.
Han tenido una aceptación extraordinaria en muchas partes. Pero la opción más
factible y al alcance de la mano es la del comportamiento humano.
Tremendo batiburrillo se ha armado con la idea de imponer en Montevideo una tasa
al uso de bolsas de plástico. Entre la manija mediática y la desinformación
ciudadana, el común de la gente ha visto cómo algunos políticos locales pusieron
el grito en el cielo, otros acusaron al gobierno departamental de meter un nuevo
impuesto y, otros más, opinaron que de concretarse esa medida sería una afrenta
a la libertad de elección de las personas. ¿Plástico o no plástico? Esa, parece,
es la cuestión.
Pero la cuestión, en el fondo, también es otra: el consumo irresponsable del que
todos formamos parte en mayor o menor medida. Cuando vamos a cualquier comercio
a hacer compras, la disponibilidad de bolsitas nuevas, impolutas, prácticas,
gratuitas y a granel, nos coloca en una posición mucho menos crítica y reflexiva
respecto a lo que vamos a adquirir y por lo tanto a consumir. Quizá, si
tuviéramos que pagar por esas bolsas, pensaríamos mejor nuestras incursiones de
aprovisionamiento. Las planificaríamos, no nos saldríamos tan fácilmente del
libreto.
Cada año en Uruguay se ponen en circulación, según estimaciones bien fundadas,
unos 700 millones de bolsas de plástico de todo tipo. Nada, si se compara con
China, país que utiliza por año la friolera de 1.095.000.000.000 de bolsas (más
de un billón). Para fabricarlas, aquella inmensa nación consume unos 37 millones
de barriles de petróleo cada año. A nuestra escala compartimos con los chinos el
mismo drama: crecer en el consumo hacia el infinito en un planeta que es finito.
El ruido provocado por la intención montevideana (a la que, rápidamente, se le
ha sumado un proyecto de ley nacional todavía en barbecho) tiene otras
connotaciones. Puede interpretarse erróneamente que una política destinada a
desalentar el uso alegre y gratuito de bolsas de plástico será a la larga un
tiro por elevación a las prácticas habituales de los propios consumidores.
Resulta lógico que muchos empresarios se preocupen. Pero esa preocupación no
debe obstruir la visión de los problemas en toda su dimensión. Con miopía, se
pueden ver las dificultades inmediatas que esto genera, pero no se ven las
ventajas menos evidentes y, por cierto, mucho más importantes.
La guerra a las bolsitas de plástico no es nueva. Muchos países la han librado
con éxito. Irlanda es un caso paradigmático: desde el año 2000, en que se
comenzaron a tomar medidas drásticas al respecto, se ha reducido el consumo de
esas bolsas en casi un 95 por ciento. Bolsas de papel, de tela y otros
adminículos como nuestra "chismosa", son parte de la vida cotidiana en Dublín y
otras ciudades y pueblos. En Holanda, en cualquier supermercado, las bolsas de
plástico deben comprarse aparte, y no son baratas. China acaba de prohibir la
entrega gratuita de bolsas plásticas ultrafinas. Italia, Suecia, Dinamarca,
Alemania, Islandia, también han optado por la "tasa ecológica" que grava el uso
de esas bolsas. En la ciudad de San Francisco, en Estados Unidos, se ha llevado
adelante una importante campaña en la misma dirección.
En todos esos países y ciudades las medidas han tenido efectos positivos. No hay
reportes que señalen daños graves al comercio, a la industria o a la economía
doméstica por culpa de la implantación de tasas que desalienten el uso abusivo
de bolsitas plásticas. Deberíamos preguntarnos por qué en Uruguay se generan
estas resistencias.
El espíritu conservador se manifiesta en cualquier circunstancia. Allí donde
algo suene a nuevo, donde se abra un pequeño signo de interrogación, allí estará
nuestro miedo y, por lo tanto, nuestra tendencia natural a dejar las cosas como
están. Sin embargo, las cosas nunca están como están. Todo cambia en un
parpadeo. "En el mismo río entramos y no entramos", decía Heráclito el oscuro,
por lo común mal citado. Pues dentro de poco simplemente no podremos entrar ni
en el mismo río ni en ningún otro. La mugre y las pestes se van a encargar de
impedirnos la inmersión filosófica.
Por otra parte, la creencia de que las bolsas de plástico que nos regalan en
cualquier comercio son gratis es una ilusión colectiva gigantesca. Cada
miligramo de esas bolsitas lo pagamos entre todos a precio de oro. Pagamos de
forma indirecta la fabricación de ese envase (como la fabricación de cualquier
otro envase). Pagamos para que, después de usarlo, alguien se encargue de hacer
algo con él. Y pagamos cuando ese producto, luego de muchas vueltas y procesos,
termina en la orilla de un río o tapando una boca tormenta, o quemándose en una
fogata o, en el mejor de los casos, reciclado y vuelto convertirse en una nueva
bolsita de plástico. A modo de ejemplo: un camión capaz de transportar 12
toneladas de desechos comunes sólo podrá transportar 7 toneladas de plástico
compactado y apenas 5 toneladas de plástico sin compactar. También pagamos por
el combustible de esos camiones.
El plástico es tan masivo que atolondra. Según estimaciones conservadoras, en
Montevideo hay unas 300 mil personas que cada día van a hacer sus compras. Si
cada una de esas personas dejara de aceptar una sola bolsita plástica,
tendríamos cada día 300 mil bolsitas menos en circulación, o sea 9 millones
menos al mes, más de cien millones de bolsas menos cada año. Cien millones de
bolsitas de plástico. Se dice fácil, pero cuesta imaginarlas... Y sin embargo
están allí, empacadas o volando entre los edificios o flotando en la costa o
enterradas en diversos lugares. Intactas. Sin mal olor. Letales.
Algunos envases de plástico tardan cientos de años en degradarse en la
naturaleza. Otros tardan miles de años. Puede la industria reciclar, volver a
fabricar e iniciar de nuevo el circuito. Pero la demanda creciente de este tipo
de envase lleva a que la producción se incremente año a año. Así las cosas,
todas las iniciativas en ese sentido deben ser alentadas. Y en esto sí que es
posible y necesario tener espíritu globalizador. Las bolsitas que vemos volando
por las calles de Montevideo pueden terminar en cualquier parte. El Programa de
la ONU para el Medio Ambiente, el Pnuma, realizó un estudio en el que fotografió
y analizó miles de millas de mares y océanos del planeta. La conclusión es
terrible: en cada kilómetro cuadrado de agua salada hay 18 mil restos plásticos
flotando. Nada, lo del título: la bolsa o la vida.
Hay opciones. Se ha avanzado mucho en los últimos años en la fabricación de
plásticos biodegradables a partir del almidón del maíz o de otras sustancias de
origen vegetal. Estos plásticos existen conceptualmente desde hace medio siglo,
pero los bajos precios del petróleo y las complejidades tecnológicas de su
fabricación inclinaron la balanza a favor de otros polímeros que, en general, no
se degradan o lo hacen en plazos geológicos. El llamado cáñamo industrial
también es una opción de alternativa con serias posibilidades de futuro. Pero la
opción más factible y al alcance de la mano es la del comportamiento humano. En
muchos países hay movimientos sociales que han implementado verdaderas campañas
con el objetivo de reinstalar la bolsa de tela para hacer las compras. Han
tenido una aceptación extraordinaria en muchas partes. Podemos ser optimistas en
Uruguay respecto a eso. Podemos imaginar que mucha gente, a la hora de hacer las
compras, piense en el futuro. Piense en las playas, por ejemplo, o en los
parques y plazas. ¿Plástico o no plástico? Más allá del juego de palabras,
parece claro que esa no es la cuestión. www.ecoportal.net
*Fernando Butazzoni es Periodista y escritor