Comer es verbo y no sustantivo
Por Vicent Boix
Algo está manipulando y alterando los
mercados y ese algo es la especulación que según el Parlamento Europeo es la
culpable del 50% de los aumentos recientes. La propia FAO reconoce que sólo el
2% de los contratos de futuros termina con la entrega de la mercancía y la
mayoría se negocian nuevamente, por eso “…este tipo de contratos -u
obligaciones- atraen cada vez a un número creciente de especuladores financieros
e inversores, ya que sus beneficios pueden ser más atractivos en relación a cómo
se comportan los de acciones y bonos.” La agricultura y la alimentación como
sustentos básicos desaparecen en favor de la visión mercantilista: el fin último
no es garantizar comida ni trabajo, sino hacer un buen negocio caiga quién
caiga.
¿Mercado o soberanía alimentaria?
“Entre 2010 y 2011, los precios de los alimentos han batido récords siete meses
consecutivos (…) asimismo, los incrementos en los precios de los productos
básicos se han convertido en un factor desestabilizador de la economía mundial,
y que han provocado tensiones y disturbios en varios países en desarrollo y, más
recientemente, en Argelia, Túnez y Egipto”. Así lo aseguraba el Parlamento
Europeo en una resolución aprobada el 17 de febrero, añadiendo que “…los altos
precios de los alimentos sumen a millones de personas en la inseguridad
alimentaria y amenazan la seguridad alimentaria mundial a largo plazo”.
Ante esta nueva y trágica crisis alimentaria, se repite una y otra vez que la
causa principal del ascenso de los precios es un desequilibrio entre una menor
oferta y una mayor demanda a nivel mundial, es decir, cada vez se requieren más
cultivos y este año los rendimientos fueron peores. Pero, ya en un artículo
anterior, indiqué que durante los años 2003-2004, la situación a nivel mundial
en cuanto a la cantidad de alimentos básicos como los cereales había sido peor
que desde 2007 hasta ahora. Contrariamente y tomando como referencia el “Índice
para los Precios de los Alimentos” que calcula la Organización de las Naciones
Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), los precios en 2003-2004
fueron un 50% inferiores en comparación con los de la crisis de 2008 y un 100%
respecto a enero de 2011.
Por tanto, algo está manipulando y alterando los mercados y ese algo es la
especulación que según el Parlamento Europeo es la culpable del 50% de los
aumentos recientes. La propia FAO reconoce que sólo el 2% de los contratos de
futuros termina con la entrega de la mercancía y la mayoría se negocian
nuevamente, por eso “…este tipo de contratos -u obligaciones- atraen cada vez a
un número creciente de especuladores financieros e inversores, ya que sus
beneficios pueden ser más atractivos en relación a cómo se comportan los de
acciones y bonos. "
El problema no es de escasez o de una menor oferta de alimentos como se dice sin
parar, sino de unos precios inflados por especuladores como constata la
Eurocámara en una resolución anterior: “…en la actualidad el suministro total
mundial de alimentos no es insuficiente (…) son más bien la inaccesibilidad de
los mismos y sus elevados precios los factores que privan a muchas personas de
la seguridad alimentaria.”
Sin embargo la especulación, causante de los ascensos, no es propiamente la raíz
del problema. Ésta se debería frenar, pero los precios de los alimentos
seguirían sujetos a los vaivenes de la oferta y la demanda, en una época en la
que crece el interés por los agrocombustibles y en la que grandes
transnacionales controlan los diferentes eslabones de la cadena alimentaria. Es
decir, mientras las naciones marginen su autosuficiencia y la panacea sea
comprar alimentos básicos en el gran supermercado global, a la vez que se
exportan a éste materias primas y cultivos exóticos (soja para forraje, algodón,
plátanos, flores, piñas, café, maíz para bioetanol, etc.), la alimentación
seguirá sujeta a la dinámica de un mercado manejado por ciertos pulpos que poco
entienden de hambre.
No se dice con ello que se prescinda del mercado internacional, pero es vital su
regularización y sobre todo que las naciones prioricen su soberanía alimentaria
entendida como la facultad de los pueblos y los agricultores en decidir sus
políticas agrarias para garantizar la seguridad alimentaria. En los tiempos que
corren tal vez sea una herejía, pero curiosamente, en el mismo comunicado de
prensa en el que la FAO hace poco anunciaba que los precios de los alimentos
habían alcanzado un record histórico, un economista de dicha institución
indicaba que “El único factor alentador hasta el momento proviene de un cierto
número de países en los que -debido a las buenas cosechas- los precios
domésticos de algunos alimentos básicos permanecen bajos comparados con los
precios mundiales”
Dicho se otra manera, estos países podrán abastecerse de comida barata porque la
cultivan ellos mismos y no tienen que adquirirla en los “reinos” de las
multinacionales y los fondos de inversión. Pero muy a pesar del dato, la
tendencia es más bien la contraria. La liberalización alienta la inversión y la
deslocalización de la producción hacia los países del sur, cuyas tierras dejan
de parir alimentos para transformarse en fincas donde brotan los
agrocombustibles, los forrajes y los postres de las naciones pudientes. Estas
tierras se concentran en acaudalados terratenientes o incluso inversionistas
mientras el campesino es expulsado del campo. El resto de eslabones de la cadena
alimentaría (semillas, intermediación, manufactura, etc.) se concentran en pocas
manos que dictan las condiciones, monopolizan los mercados, encarecen los
alimentos del consumidor y ahogan al agricultor hasta su claudicación. La
agricultura y la alimentación como sustentos básicos desaparecen en favor de la
visión mercantilista: el fin último no es garantizar comida ni trabajo, sino
hacer un buen negocio caiga quién caiga.
Este modelo basado en la exportación al mercado internacional donde todo es
susceptible de ser cotizado, comprado y vendido, no sólo es incoherente porque
crea dependencia alimentaria del mercado exterior y sus precios, sino que además
crea dependencia del petróleo por el transporte y porque la agricultura
industrial necesita abundantes agroquímicos. Con las revueltas actuales en
países como Libia, nuevamente el petróleo se encarece lo que agudizará la crisis
en los alimentos como en 2008. Y si se añade que “cambio climático” y “cénit del
petróleo” son cuestiones de actualidad, todavía resulta más surrealista
encomendar nuestras calorías al oro negro.
El analgésico milagroso.
A mediados de febrero, el Banco Mundial comunicaba que debido al incremento en
los precios de la comida, el número de hambrientos se estaba acercando a los
1000 millones, cuando los últimos datos de la FAO los cifraba en 925. Además 44
millones de personas están franqueado el umbral de la extrema pobreza porque sus
débiles economías familiares han sido desestabilizadas por los montos elevados
de la comida.
La situación es gravísima pero los precios siguen elevados y en una economía
globalizada, los últimos fenómenos climáticos locales -tormentas en África,
heladas en México, sequías en China, etc.- se convierten en un mundial
quebradero de cabeza. Pero ojo, no se trata de un problema de escasez, y los
rugidos de 1000 millones de estómagos vacíos no son suficientes para que se de
el golpe de mesa definitivo que ponga en su sitio al mercado y a los
especuladores. Se han disparado eso sí, muchos fuegos de artificio en forma de
buenas intenciones. En la reciente reunión del G-20 por ejemplo, se hablaba de
una mayor transparencia en los mercados, limitación de la especulación, mejor
información sobre los cultivos… en resumen, nada que no se haya oído antes y
nada que no se haya quedado en nada, a pesar de que el 17 de febrero el
Parlamento Europeo pidió al G-20 “…que se combatan a escala internacional los
abusos y manipulaciones de los precios agrícolas, dado que representan un
peligro potencial para la seguridad alimentaria mundial…” aparte de reclamar
“…la adopción de medidas dirigidas a abordar la excesiva volatilidad de
precios…”
Las propuestas a corto plazo puestas en marcha para atajar la situación están
siendo tan injustas como infructuosas, porque se ha pretendido solucionar el
desaguisado jugando en la cancha y acatando las reglas del juego del ente
distorsionador (mercado) en lugar de enfrentando y frenando sus desvaríos. En
esta dirección, por ejemplo la FAO ha reconocido que desde julio su principal
objetivo ha sido “calmar a los mercados”. Para ello el analgésico estrella
empleado por este organismo ha consistido en engatusar a ciertos países que
habían restringido sus exportaciones -de cereales sobre todo- para que las
reanudaran rápidamente y así recuperar el flujo de la oferta que amansara los
precios en el mercado internacional.
Hay que indicar que estos países exportadores cerraron sus fronteras,
supuestamente para garantizar comida a sus ciudadanías, primero porque las
cosechas no fueron buenas, segundo porque la mejor manera de no caer en la
crisis de precios internacionales es con producciones nacionales. Pues bien,
algo que como mínimo es normal y hasta legítimo, ha sido considerado por muchos
como la principal causa de la crisis de precios de los alimentos, porque bajo la
lógica del libre mercado se estaba manipulando la oferta mundial de esa
mercancía llamada comida.
Pero mientras a estas naciones se les presiona para que retomen las
exportaciones y no almacenen comida para sus poblaciones, nadie se atreve a
poner en tela de juicio la barbaridad de millones de toneladas de maíz
estadounidense que se destinan a bioetanol (el 14% del maíz mundial). Y
esto es así porque bajo el intocable prisma neoliberal que impera, los alimentos
no tienen porque alimentar estómagos, sino que son mercancías que
inexorablemente deben ser cotizadas en el mercado, en donde los pujadores
condicionarán los precios porque el fin último es agrandar las ganancias y si
éstas crecen con los coches, pues que sigan rugiendo los estómagos.
Pan para hoy y hambre para mañana.
Desde julio se pretende “calmar a los mercados” y el fracaso ha sido
estrepitoso. La restauración de las exportaciones de alimentos no apagó el fuego
que siguió expandiéndose ante las noticias de cosechas menores y ante fenómenos
meteorológicos que añadían zozobra a la situación.
Se pidieron concesiones a los países exportadores que no aplacaron la crisis, y
el 26 de enero, a la desesperada, la FAO lanzaba un informe con recomendaciones
para que se apretaran el cinturón en este caso las naciones importadoras, entre
las que se encuentran mayoritariamente las pobres. El paquete de medidas se
centraba fundamentalmente en un único punto: que los estados apliquen medidas
económicas y comerciales para reducir el precio de los alimentos, como por
ejemplo subvenciones directas, préstamos para la financiación de las
importaciones, incentivos fiscales, reducción de impuestos como el IVA,
reducción de los aranceles e impuestos a las importaciones de comida, insumos,
maquinaría agrícola, etc. Algunas de estas recomendaciones -más cercanas a la
filosofía del FMI o del Banco Mundial- fueron adoptadas durante la crisis de
2008 y algunos países las están aplicando ya. Guatemala por ejemplo, a inicios
de febrero anunció la importación de maíz con arancel cero para hacer frente al
alza de precios.
Lógicamente estas medidas debilitarán las arcas de las naciones que dejarán de
ingresar impuestos o directamente subvencionarán alimentos con fondos de los
presupuestos, lo que afectará a medio y largo plazo la financiación de otros
programas y servicios públicos. Para las naciones que puedan tener problemas con
los presupuestos y la balanza de pagos, la FAO recomienda, lea bien, que
recurran a los programas del Banco Mundial y el FMI, o lo que es lo mismo, que
se endeuden más para sufragar las brutales ganancias que el mercado y sus
especuladores están acumulando con el alza de precios.
Como se observa y como se ha repetido hasta la saciedad en este artículo, nadie
le toca un pelo al ente distorsionador situado justamente entre los países que
producen y compran comida, que son a los que se les pide sacrificio y que se
adapten a los caprichos del mercado, incluso comprometiendo sus cuentas. Y las
clases políticas de estos países, viendo las imágenes de Egipto o Libia, no se
arriesgan a que la comida sea inaccesible y están bailando claqué al son que se
les indica.
Mientras se esperan nuevos datos sobre los precios de la comida, la situación
empieza a ser sumamente asfixiante y podría derivar en una crisis peor que la de
2008. Por eso sobra ya la verborrea grandilocuente y urgen soluciones reales y
efectivas, porque para la humanidad comer es verbo y no un sustantivo pomposo y
demagógico.