El concepto de ecología social
Analista americano cuyos aportes permiten considerarlo como
el promotor más importante de una corriente dentro de la ecología social.
Por Murray
Bookchin
La tensión entre dos perspectivas ha
alterado ya la moral del orden social tradicional. Hemos comenzado una época
que ya no se caracteriza por la estabilidad institucional, sino por la
decadencia de las instituciones. Una creciente alienación se extiende sobre las
formas, las aspiraciones, las demandas y todas las instituciones del orden
establecido. La más exuberante y dramática evidencia de esta alienación se dio
en los años 60, cuando la “revuelta juvenil” estalló en lo que intentó ser una
contracultura o cultura paralela. Ese período se caracterizó por algo más que
la protesta y el nihilismo adolescente. Casi intuitivamente, nuevos valores de
sensibilidad, nuevos estilos de vida comunal, cambios en la vestimenta, el
lenguaje y música, todos ellos sustentados por la ola de un profundo
sentimiento de inminente cambio social, impregnaron a una considerable fracción
de toda una generación. Aún no sabemos en que sentido esa ola comenzó a decaer:
si como un retroceso histórico o como una transformación en un proyecto serio
de desarrollo personal y social. Que los símbolos de este movimiento se hayan
convertido en artefacto de una nueva industria cultural no altera los profundos
efectos de tal movimiento. La sociedad occidental no volverá jamás a ser la
misma, más allá de los académicos despectivos y sus críticas de “narcisismo”.
Lo que le otorga significación a
este incesante movimiento de desinstitucionalización
e ilegitimación es que ha hallado una sólida adhesión en un vasto estrato de la
sociedad occidental. La alienación alcanza no sólo a los pobres sino también a
los relativamente acomodados, no sólo a los jóvenes sino a sus mayores también,
no sólo a los visiblemente explotados sino a los aparentemente privilegiados.
El orden dominante ha comenzado a perder la lealtad de ciertos estratos
sociales que tradicionalmente te brindaban su apoyo y sobre los cuales ese
orden se apoyaba firmemente en épocas previas.
Crisis social
Por crucial que parezca esta
decadencia de las instituciones y de los valores, esto no elimina en absoluto
los problemas que afronta la sociedad actual. Entrelazada con la crisis social
hay una crisis que ha surgido directamente de la explotación del planeta por el
hombre [1].
La sociedad establecida hace frente
hoy a una descomposición no sólo de sus valores e instituciones, sino también
de su medio ambiente natural. Este no es un problema exclusivo de nuestra
época: las desecadas tierras del Cercano Oriente, las áreas donde tuvieron su
origen la agricultura y el urbanismo, son una evidencia de lo antiguo del
saqueo humano. Pero estos ejemplos empalidecen ante la destrucción masiva del
medio ambiente que viene aconteciendo desde los primeros días de
No obstante, la capacidad de
destrucción del hombre contemporáneo es una quijotesca evidencia de su
capacidad para la reconstrucción. Los poderosísimos agentes tecnológicos que
hemos desencadenado contra el entorno natural incluyen muchos de los factores
esenciales que serán imprescindibles para su rehabilitación. De lo que
principalmente carecemos es de la conciencia y sensibilidad que nos ayudarían a
alcanzar tan deseable finalidad; una conciencia y una sensibilidad mucho más
totalizadora y profunda de lo que habitualmente estos dos términos definen.
Nuestras definiciones deberán incluir no sólo la habilidad para razonar
lógicamente y responder emocionalmente de un modo equilibrado; sino que,
además, deberán implicar una capacidad de darse cuenta de la correlación
existente entre todas las cosas y una predisposición imaginativa ante lo
posible. En este sentido, Marx estaba en lo correcto
al enfatizar que la revolución que nuestra época requiere debe extraer su
poesía no del pasado, sino del futuro, de las potencialidades humanas que
subyacen en el horizonte de la vida social.
Esa conciencia y esa sensibilidad
nuevas no podrán ser sólo poéticas; deberán ser científicas también. Por
cierto, hay un nivel en que nuestra conciencia no debe ser ni poética ni
científica, sino una trascendencia de ambas cualidades en pos de una relación
nueva entre teoría y práctica, una habilidad para combinar la fantasía con la
razón, la imaginación con la lógica, lo visionario con lo técnico. No podemos
deshacernos de nuestro legado científico sin retornar a una tecnología
rudimentaria con sus grilletes de inseguridad material, fatiga y renunciación.
Por lo mismo, tampoco podemos permitirnos caer en una visión mecanicista y su
tecnología deshumanizante, con sus grilletes de alienación, competitividad, y
brutal negación de las potencialidades de
¿Hay una disciplina científica que
deje espacio para la indisciplina de la fantasía, de la imaginación, de la
habilidad? ¿Podría tal disciplina englobar los problemas creados por la crisis
social y ambiental de nuestra época? ¿Podría integrar la crítica con la
reconstrucción, la teoría con la práctica, la visión con la técnica?
En vista de las enormes
dislocaciones con las que hoy nos confrontamos, nuestra época genera la
necesidad de un cuerpo de conocimientos –tanto científicos como sociales– más aprehensivo y visionario, para resolver
nuestros problemas. Sin renunciar a los beneficios de las teorías científicas y
sociales precedentes, estamos obligados a desarrollar un análisis crítico más
maduro de nuestra relación con el mundo natural. Debemos hallar las bases para
una aproximación más reconstructiva a los graves problemas que nacen de las
aparentes “contradicciones” entre naturaleza y sociedad. No podemos permitirnos
seguir cautivos de la tendencia habitual dentro de las ciencias tradicionales,
que diseccionan los fenómenos para examinar sus fragmentos. Debemos
combinarlos, relacionarlos y verlos en su totalidad así como en su
especificidad.
Ecología social, una
nueva disciplina
En respuesta a esas necesidades
hemos formulado una disciplina específica para nuestra época: la ecología
social. El mejor conocido término “ecología” fue acuñado por Ernst Haeckel en el siglo pasado
para definir la investigación de las interrelaciones entre animales, plantas y
su entorno inorgánico. Desde los días de Haeckel este
término se ha ido expandiendo hasta incluir ecologías de ciudades, de la salud
y de la mente. Esta proliferación de una palabra en áreas tan dispares puede
aparecer particularmente deseable en una época que busca fervientemente algún
tipo de coherencia espiritual y unidad de percepción.
Pero el término “ecología” también
puede ser extremadamente traicionero, al igual que otras palabras recientes
como “holismo” o “descentralización”, corriendo peligro de quedar suspendido en
el aire, sin raíces, ni contexto, ni textura. A menudo es utilizado como una
metáfora, como un tentador reclamo que pierde la lógica, potencialmente
estimulante, de sus premisas.
Así es como la verdad radical de
estas palabras pude ser fácilmente neutralizada. “Holismo” se evapora en un
suspiro místico, una expresión retórica del compañerismo y comunitarismo
ecologista que acaba siendo utilizada hasta en salutación como “holísticamente suyo”. Lo que alguna vez fue una seria
postura filosófica hoy se ve reducido a clisé
ambientalista. Con “descentralización” se da a entender comúnmente opciones
logísticas al gigantismo, pero no a la escala humana que haría posible una
democracia íntima y directa.
Con ecología pasa peor aún.
Demasiado a menudo se torna una metáfora, como la palabra “dialéctica”, para
cualquier clase de integración o desarrollo. Quizá más alarmante aún, ese
término ha identificado en los últimos años a una muy cruda forma de ingeniería
natural que bien podría denominarse “ambientalismo”.
Ecologistas y
ambientalistas
Soy consciente de que muchos
individuos orientados hacia el ecologismo utilizan indistintamente “ecología” y
“ambientalismo”. Aquí yo desearía establecer una
distinción conveniente semánticamente. Por “ambientalismo”
propongo designar una perspectiva mecanicista e instrumental que veía
naturaleza como un hábitat pasivo, compuesto de “objetos” tales como animales,
las plantas, y los minerales, que deben administrarse del modo más aprovechable
para el uso humano. Según mi utilización del término, el “ambientalismo”
tiende a reducir la naturaleza a un depósito de “recursos naturales” o “materia
primas”. Dentro de tal contexto, muy poco puede extraerse del vocabulario
ambientalista que se fundamente en una naturaleza social. Las ciudades devienen
“recursos urbanos”. Si la palabra “recursos” aflora tan frecuentemente en las
discusiones ambientalistas sobre naturaleza, ciudades e individuos, hay un
factor, mucho más importante que el mero uso del término, que esta en cuestión.
El ambientalismo, tiende a considerar el proyecto
ecologista para lograr una relación armónica entre la humanidad y la
naturaleza, más como una tregua que como un equilibrio permanente. La armonía
de los ambientalistas se centra en el desarrollo de nuevas técnicas para saquear
el entorno natural con la menor alteración posible del hábitat humano. Los
ambientalistas no cuestionan la premisa más básica de la sociedad
contemporánea: que la humanidad debe dominar la naturaleza. Más bien, trata de
favorecer esta noción mediante el desarrollo de técnicas que reduzcan los
riesgos ocasionados por la irreflexiva expoliación del medio ambiente.
Para distinguir ecología de ambientalismo y de otras definiciones abstractas y, a
menudo, confusionistas debo regresar a su origen y explorar su implicación
directa sobre la sociedad. Dicho brevemente, la ecología trata del equilibrio
dinámico dentro de la naturaleza, de la interdependencia entre lo, viviente y
lo inanimado. Puesto que la naturaleza incluye también a los seres humanos, la
ciencia debe comprender el papel de la humanidad dentro del mundo natural;
específicamente, el carácter, la forma y la estructura de las relaciones
humanas respectos a las demás especies y a los substratos inorgánicos del
entorno biológico. Desde un punto de vista crítico, la ecología presenta de un
modo amplio el enorme desequilibrio resultante de la división entre humanidad y
mundo natural. Una de las especies más raras del mundo natural, el Homo sapiens, se ha desarrollado lenta y laboriosamente
desde ese mundo natural hacia un mundo social propio. Puesto que ambos mundos
interactúan recíprocamente mediante fases evolutivas sumamente complejas es tan
importante hablar de una ecología social como hablar de una ecología natural.
Integración
Permítaseme recalcar que el error al
estudiar esas fases de la evolución humana –que han producido una larga
sucesión de jerarquías, clases, ciudades y, finalmente, estados–
se origina al ignorar el concepto de “ecología social”. Desafortunadamente,
esta disciplina ha sido bloqueada por acólitos autoproclamados que
continuamente intentar confundir todas las fases del desarrollo natural y
humano en una “unicidad” (no totalidad), universal, una monótona “noche en la
que todos los gatos son pardos”, para aplicar una de las cáusticas frases de Hegel, a un misticismo ampliamente aceptado que se disfraza
con la verborragia ecologista. Por lo menos, nuestro
común uso del término “especie” para referirnos a la riqueza de la vida que nos
rodea, debería alertarnos sobre el hecho de la especificidad, de la
particularidad, la rica abundancia de seres y cosas diferenciadas que
constituyen el motivo básico de la ecología natural. El explorar esas
diferencias, el examinar las fases que colaboraron para su existencia, con el
largo desarrollo humano de la animalidad a la sociedad –un desarrollo latente,
con tantos problemas como posibilidades– implicaría
hacer de la ecología social una de las disciplinas más aptas para reforzar
nuestra crítica del actual orden social.
Pero la ecología no sólo aporta una
crítica de la separación entre humanidad y naturaleza; también afirma la
necesidad de subsanarla. Más aún, afirma la necesidad de trascenderla
radicalmente. Como señalara E. A. Gutkind: “La meta
de la ecología social es la totalidad y no la mera suma de innumerables
detalles tomados al azar e interpretados subjetiva e insuficientemente”. La
ciencia se ocupa de las relaciones sociales y naturales en las comunidades o
“ecosistemas” [2]. Al concebirlos holísticamente, es
decir, en los términos de su interdependencia mutua, la ecología social busca
descubrir las formas y modelos de interrelación que permiten comprender una
comunidad, ya sea natural o social. El holismo, en este caso es resultado de un
esfuerzo consciente para discernir cómo se ordenan las particularidades de una
comunidad, cómo su geometría (según lo plantearían los antiguos griegos) hace
que el todo sea más que la suma de sus partes. Por ello, la totalidad a la que Gutkind hace referencia no debe confundirse con una
unicidad espectral que torna a la disolución cósmica en un nirvana sin
estructura alguna; la totalidad es una estructura ricamente articulada que
posee una historia y una lógica internas propias. Lo hasta aquí expresado basta
para señalar que la totalidad no es una universalidad pálida e indiferenciada
que supone la reducción de un fenómeno a lo que tiene de común con alguna otra
cosa. Ni tampoco es una energía celestial, omnipresente, que reemplaza las
vastas diferencias materiales que constituyen el reino animal y el ámbito social.
Por lo contrario, la totalidad comprende las diversas estructuras,
articulaciones y mediaciones que le otorgan al todo una rica variedad de formas
y le incorporan cualidades únicas a aquello que una mentalidad estrictamente
analítica reduciría habitualmente a detalles “innumerables” y “casuales”.
Términos como “totalidad”,
“integridad” y aún “comunidad”, poseen matices peligrosos para una generación
que ha conocido el fascismo y otras ideologías totalitarias. Tales palabras
evocan imágenes de una “totalidad” lograda mediante la homogeneización, la
estandarización y la coordinación represiva de los seres humanos. Estos temores
se ven reforzados por una totalidad que parece estipular una finalidad
inexorable al curso de la historia humana –lo que implicaría un concepto
teológico estrecho, sobrehumano, de “ley social” que niega la capacidad de la
voluntad humana y la elección individual para dar forma al curso de los
acontecimientos sociales.
En realidad, tan totalitario
concepto de “totalidad” se opone radicalmente al que hacen referencias los
ecologistas. Después de haber comprendido su elevada consciencia de la forma y
la estructura, llegamos ahora a un principio fundamental de la ecología: la
totalidad ecológica no significa una homogeneidad inmutable, sino más bien todo
lo contrario: una dinámica unidad de diversidades. En el reino natural el
equilibrio y la armonía se logran mediante una diferenciación siempre
cambiante, mediante una diversidad siempre en expansión. La sensibilidad
ecológica, en efecto, es una función no de simplificación y homogeneidad, sino
de complejidad y variedad. La capacidad de un ecosistema para mantener su
integridad no depende de la uniformidad del medio ambiente, sino de su
diversidad. Pretender que la ciencia gobierne el vasto nexo vital de
interrelaciones orgánicas en todos sus detalles, es algo peor que arrogancia:
es pura estupidez. Si la unidad en la diversidad constituye uno de los
principios cardinales de la ecología, la riqueza de bioelementos existente en
un sólo acre de terreno nos conduce a otro de los principios ecológicos
básicos: la necesidad de permitir un alto grado de espontaneidad natural. La
apremiante sentencia: “Respetad la naturaleza” tiene implicaciones concretas.
Por ello, deberíamos conceder una
buena dosis de libertad de acción para la espontaneidad natural de las variadas
fuerzas biológicas que dan lugar a una situación ecológica diversificada.
“Trabajar con la naturaleza” implica, en gran medida, que debemos alentar la
diversidad biótica que emerge del desarrollo espontáneo de los fenómenos
naturales. No quiero decir con esto que debamos abandonarnos a una mítica
naturaleza que esté más allá de la comprensión e intervención humanas y que
demande nuestra subordinación temerosa. Tal vez la conclusión más obvia que
podamos extraer de estos principios ecológicos sea la observación de Charles Elton: “El futuro del planeta tiene que ser administrado,
pero tal administración no deberla asemejarse a una partida de ajedrez, sino
más bien a timonear una embarcación”. Lo que la ecología, tanto natural como
social, puede pretender enseñarnos es el modo de hallar el curso y descubrir la
dirección de la corriente.
Sobre la jerarquía
Lo que distingue esencialmente a la
perspectiva ecológica como proceso liberador es su desafiante propuesta ante
las nociones convencionales de jerarquía. Los ecologistas no son demasiado
concientes de que su ciencia provee sólidos fundamentos filosóficos a una
visión no-jerárquica de la realidad. Como muchos estudiosos de las ciencias naturales,
se resisten a las generalizaciones filosóficas por considerarlas ajenas a sus
investigaciones y conclusiones; prejuicio éste cuyo origen puede rastrearse en
la tradición empírica angloamericana.
Si reconocemos que cada ecosistema
puede contemplarse como una trama alimentaria,
podremos imaginarlo como un nexo circular de relaciones planta-animal (más que
una estratificada pirámide con el ser humano en la cima) que incluye una gama
variadísima de criaturas, desde microorganismos hasta grandes mamíferos. Cada
especie, sea una bacteria o un ciervo, es parte de una red de enlace
interdependiente de todo el resto, por más directo que sea el vinculo. Un
cazador es, en esta trama, también una presa, cuando quizá el “más bajo” de los
organismos le ponga enfermo o colabore a consumirlo después de su muerte.
La rapacidad no es el único vínculo
que hay entre las distintas especies. Hoy existe una literatura que nos revela
hasta qué punto el mutualismo simbiótico es uno de los grandes factores que
protegen la estabilidad ecológica y la evolución orgánica. No debemos caer en
la comparación simple de plantas, animales y seres humanos, ni entre los
ecosistemas de plantas y animales con las comunidades humanas. Ninguno de ellos
es completamente congruente con los demás. No es en lo particular de la
diferenciación que las comunidades de plantas y animales están ecológicamente
unidas con las comunidades humanas, sino más bien en su lógica de
diferenciación. Totalidad es, de hecho, integridad. La estabilidad dinámica del
todo deriva de un nivel visible de integridad tanto en las comunidades humanas
como en los ecosistemas en su cenit. Lo que vincula a estos modos de totalidad
e integridad –por muy diferentes que sean en sus especificaciones y en sus cualidades– es la lógica del desarrollo en sí misma. Un
bosque en plenitud es un todo integrado, como resultado del mismo proceso de
unificación, la misma dialéctica que hace de una determinada forma social un
todo integrado.
El énfasis sobre las bioregiones como marcos de referencia para determinadas
comunidades humanas, provee un elemento en favor de la necesidad de readaptar
las técnicas y formas de trabajo según los requerimientos y las posibilidades
de cada área ecológica.
Dentro de este contexto de ideas
sumamente complejo, debemos tratar de trasladar el carácter no-jerárquico de
los ecosistemas naturales a la sociedad. Un importante aporte de la ecología
social es su negación de la jerarquía como principio estabilizador u
“ordenador” tanto en el reino natural como en la sociedad. Esta asociación del
orden como tal con la jerarquía es quebrada sin por ello afectar la asociación
de naturaleza y sociedad. El hecho de que las jerarquías existan en la sociedad
actual no significa que ello deba permanecer así. El que la jerarquización
amenace la existencia de la vida social de hoy indica, por cierto, que tal cosa
no puede mantenerse como hecho social, así como tampoco puede hacerlo cuando
amenaza la integridad de la naturaleza orgánica. El mismísimo término
“democracia” como la apoteosis de la libertad social, ha sido suficientemente
desnaturalizado hasta lograr, según Benjamín Barber:
“El gradual desplazamiento de la participación por la representación. Donde la
democracia, en su forma clásica, significó el gobierno por el pueblo mismo,
aparece hoy (mediante el ardid de la representación) como el gobierno de una élite sancionado por el pueblo. Élites
rivales compiten para obtener el apoyo de un público cuya soberanía popular se
ve reducida al patético derecho a participar en la elección del tirano que
habrá de gobernarlo”.
Más significativo aún, el concepto
de una esfera pública, de cuerpo político, ha sido literalmente
desmaterializado por una aparente heterogeneidad –más precisamente, una
atomización que va desde lo institucional hasta lo individual–
que ha reemplazado la coherencia política por el caos. El desplazamiento de la
virtud pública por los derechos del individuo, ha provocado la subversión no
sólo de un principio ético unificador que alguna vez le otorgó sustancia a la
noción de público, sino también de la condición de persona que le otorgaba
sustancia a la noción de derecho.
¿Qué propone la idea
de ecología social?
En términos concretos: ¿Qué temas
atormentadores propone la ecología social a nuestro tiempo y al futuro? Al restituir
una vinculación más avanzada con lo natural, ¿será factible lograr un nuevo
equilibrio entre humanidad y naturaleza mediante una sensitiva educación de
nuestras prácticas agriculturales, nuestras áreas
urbanas y nuestras tecnologías a los requerimientos naturales de una región y
de los ecosistemas que fa componen? ¿Podemos lograr
una drástica descentralización de la agricultura que haga posible cultivar la
tierra como si fuese un jardín, equilibrado por la diversidad de su fauna y
flora? ¿Requerirán tales cambios la descentralización de nuestras ciudades en
comunidades a escala moderada, generando una nueva y armónica relación entre
aldea y campo? ¿Qué tecnología se requerirá para lograr estas metas, evitando
el incremento de la polución del planeta? ¿Qué instituciones se precisarán para
crear una nueva esfera pública, que relaciones sociales serán necesarias para
dar origen a una nueva sensibilidad ecológica, que formas de trabajo para
volver creativa y gozosa la práctica humana, qué tamaño y población tendrán las
comunidades a escala humana para ser controlables por todos? ¿Qué tipo de
poesía? Cuestiones concretas: ecológicas, sociales, políticas, de
comportamiento se nos abalanzan como un torrente que hasta hace muy poco fue
refrenado por las ideologías y los hábitos de pensamientos tradicionales.
Que no nos quede ninguna duda al
respecto: las respuestas que encontremos a tales cuestiones tendrán una
relación directa con la habilidad humana para sobrevivir en el planeta. Las
tendencias de nuestro tiempo están visiblemente dirigidas contra la diversidad
ecológica: de hecho, apuntan hacia una brutal simplificación de la biosfera
íntegra. Las complejas cadenas alimentarias vienen
siendo socavadas despiadadamente por la aplicación de técnicas industriales en
la agricultura, con el resultado, en muchos lugares, de ver los suelos
transformados en esponjas absorbentes de fertilizantes químicos. El monocultivo
sobre enormes superficies de tierra está borrando la variedad natural, agrícola
y aún fisiográfica. Inmensos cinturones urbanos están usurpando implacablemente
la campiña, sustituyendo la fauna y flora por hormigón, metales y vidrio y
envolviendo vastas regiones en una nube de polucionantes
atmosféricos. En este masivo mundo urbano, la experiencia humana se toma cruda
y elemental, sujeta a toscos estímulos y a una crasa manipulación burocrática.
Una división nacional del trabajo está reemplazando la variedad regional y
local, reduciendo continentes enteros a inmensas fábricas humeantes y
convirtiendo las ciudades en ostentosos supermercados.
La sociedad moderna está poniendo en
peligro la complejidad biótica lograda por la evolución orgánica. El gran
movimiento vital, desde los más simples hasta las más complejas formas y
relaciones, está siendo revertido en dirección a un medioambiente que será
capaz de soportar sólo formas simples de vida. De continuar este retroceso de
la evolución biológica al socavarse las tramas alimentarias
de las que depende la humanidad, estará en peligro la supervivencia misma de la
especie humana. Si continúa la reversión del proceso evolucionarlo, hay buenas
razones para creer que las precondiciones necesarias para la existencia de
formas complejas de vida serán destruidas irreparablemente y que el planeta
será incapaz de mantenernos como una especie viable.
En esta confluencia de crisis
sociales y ecológicas no podemos permitirnos carecer de imaginación: no podemos
seguir ignorando al pensamiento utópico. Las crisis son demasiado serias y las
posibilidades demasiado arrebatadoras como para ser resueltas mediante los
modos habituales de pensamiento, aparte de ser éstos los originadores
de dicha crisis. Años atrás, los estudiantes franceses durante los alzamientos
de mayo y junio de 1968 expresaron magníficamente este agudo contraste de
opciones en su slogan: “Seamos realistas, hagamos lo imposible”. A esta
demanda, la generación que se confrontará con el próximo siglo tendrá que
agregarle este mandato más solemne: “Si no hacemos lo imposible deberemos
afrontar lo inconcebible”.
Notas:
[1] Intencionadamente uso aquí la
palabra “hombre”. El actual abismo entre humanidad y naturaleza ha sido
precisamente tarea del varón, que según las memorables líneas de T. Adorno y M.
Horkheimer “sonaba con adquirir el dominio absoluto
de la naturaleza, convertir el cosmos en un inmenso campo de cacería”
(Dialéctica del Iluminismo). Por mi parte, hubiese estado dispuesto a sustituir
“un inmenso campo de cacería” por “un inmenso campo de matanza”, para lograr
una descripción más precisa de nuestra “civilización” machista.
[2] El término “ecosistema” o
sistema ecológico es a menudo utilizado con bastante negligencia en muchos
trabajos ecológicos. Aquí lo empleo, como en ecología natural, para definir una
comunidad animal/planta claramente demarcable y los
factores necesarios para su sustentación. Lo uso también en ecología social
para referirme a una comunidad humano/natural o sea, los factores sociales u
orgánicos que se interrelacionan para constituir la base de una comunidad
ecológicamente equilibrada.