AUTOR: Noah Smith
A medida que los glaciares de Groenlandia se derriten, el permafrost de Siberia se convierte en aguanieve, el Amazonas se quema y el Ártico hierve, el calor récord de este verano debería servir como recordatorio de la inminencia del cambio climático. El calentamiento del mundo no está a décadas, ya está aquí, y las emisiones de carbono que aceleran el calentamiento siguen aumentando.
Es fundamental que Estados Unidos reduzca sus propias emisiones de carbono para ayudar a combatir esta amenaza. Varios políticos demócratas han publicado planes radicales para este fin. Pero la descarbonización de la economía de EE.UU. no será suficiente para evitar un calentamiento catastrófico, por dos razones. En primer lugar, el resto del mundo ya eclipsó las emisiones de EE.UU., y la disparidad está aumentando a medida que los países en desarrollo se acercan a los niveles de vida de los países ricos.
Sin embargo, más importante aún, gran parte del mundo se está moviendo en la dirección equivocada. Como parte de su idea de desarrollo global conocida como Iniciativa del Cinurón y Ruta de la Seda, China está construyendo plantas de carbón en países en desarrollo de todo el mundo. Esto amenaza no solo con aumentar las emisiones, sino que también crea infraestructura en torno a la energía por carbón en estos países, lo que podría atarlos a una dependencia de combustibles fósiles a medida que se industrializan.
Entretanto, los incendios arrasan la selva amazónica a ritmo récord, gracias en parte a las débiles protecciones ambientales del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, y los incendios provocados por ganaderos ávidos de más tierras. Los árboles del Amazonas son vitales para extraer carbono del aire, por lo que la limpieza de la antigua selva acelerará aún más el cambio climático.
Si EE.UU. simplemente se queda en su rincón del mundo y atiende su propio problema de emisiones, tendrá como máximo un impacto marginal en el progreso del cambio climático. Esta es una crisis global y necesita soluciones globales. Un enfoque es utilizar acuerdos internacionales como el Acuerdo de París, del que EE.UU. se retiró imprudentemente en el 2017. Necesitamos más acuerdos como este, y se proponen muchos. No obstante, la mayoría de los países no logran cumplir sus objetivos de emisiones del Acuerdo de París y además los requisitos son laxos para las naciones en desarrollo, lo que muestra que este enfoque por sí solo es insuficiente.
Hay varias medidas que EE.UU. puede tomar para alentar a otras naciones a reducir sus emisiones, a medida que recorta las suyas.
El paso más obvio es transferir directamente tecnología de energía verde a países menos avanzados. Esto puede hacerse a través de instituciones internacionales como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y con acuerdos bilaterales con países como India. La tecnología más importante es el almacenamiento mejorado de energía, para su uso cuando no se puede generar energía por viento y sol.
Un segundo enfoque es subsidiar las exportaciones estadounidenses de tecnología verde y productos bajos en carbono como la energía verde, el almacenamiento, las redes inteligentes, los kits de conversión de edificios y cemento y acero bajos en carbono. Esto implicaría ayudar a financiar las compras extranjeras de estos productos. Si las reglas de la Organización Mundial del Comercio prohíben tales subsidios, entonces se debería reescribir las reglas. Esta idea a veces se conoce como plan Marshall verde, y algunos de los actuales candidatos presidenciales la han promocionado.
Una versión más dramática de esta estrategia es pagar a países en desarrollo para que construyan infraestructura de energía verde, como redes de energía flexibles, estaciones de carga de vehículos eléctricos e instalaciones de almacenamiento de energía, incluso si estos productos no se fabrican en EE.UU. Se puede ejecutar a través de los mismos canales por los que países ricos ahora ofrecen asistencia oficial para el desarrollo, o a través del Fondo Verde para el Clima. La infraestructura verde permitiría a naciones recientemente industrializadas usar y acudir a fuentes de energía libres de carbono.
Otra idea, propuesta por el economista Bard Harstad, es que EE.UU. y otros países ricos compren depósitos de carbón en todo el mundo y lo dejen allí, en el suelo. Esto elevaría el precio del carbón en relación con alternativas más ecológicas y ayudaría a evitar que países en desarrollo construyan su infraestructura alrededor del carbón. También garantizaría que gran parte del combustible fósil del mundo nunca se queme.
Finalmente, hay medidas más punitivas. Los aranceles al carbono gravarían las emisiones incluidas en las importaciones, desalentando así a otros países a utilizar procesos de producción y energía intensivos en carbono. EE.UU. podría ir más allá y amenazar con recortes comerciales a países como Brasil, a menos que implementen políticas de conservación más estrictas. Los países europeos ya están dando algunos pasos en esta dirección.
Este último paso sería una política dura y extrema. En la mayoría de los casos, no tiene sentido que los países ricos impongan a los pobres sus propios estándares ambientales. Pero el clima es una excepción, porque la deforestación brasileña y la construcción de carbón chino afectan al mundo entero. Además, EE.UU. no debería castigar a otros países por políticas ambientales imprudentes hasta que implemente su propio programa serio de rápida reducción de emisiones. Sin embargo, a la final, es posible que sean necesarios pasos como este, ya que solo hay una selva tropical amazónica en el mundo.
Es probable que ninguna de estas políticas sea políticamente posible mientras Donald Trump sea presidente, pero después de su partida se abriría una posibilidad de acción. Cualquier plan climático ambicioso e integral debe abordar el aspecto internacional del problema.
Fuente: El Comercio, 26 de agosto del 2019.