Doce kilos de anchoveta por uno de lenguado

 

El único que puede decir si es preferible un kilo de este bicho a doce kilos de aquel es el consumidor

 

Iván Alonso
Economista

 

Un crítico culinario comentaba hace un par de semanas lo irracional que resulta salir a pescar doce toneladas de anchoveta para convertirlas en dos toneladas de harina de pescado y luego con esas dos toneladas de harina como alimento sacar de un criadero una tonelada de otro pescado. Aunque las proporciones no son exactamente correctas –se necesita un poco más de cuatro toneladas de anchoveta, no seis, para obtener una de harina– y aunque el lenguado no crezca en el criadero, la idea está totalmente clara: se podría alimentar a mucho más gente si nos acostumbráramos a comer anchoveta, en vez de lenguado.

Pero la irracionalidad es solo aparente. Si alguien se da el trabajo de convertir doce kilos de anchoveta en harina y luego esa misma harina en un kilo de lenguado es porque el valor del lenguado en el mercado es, por lo menos, doce veces mayor que el valor de la anchoveta. En otras palabras, el precio al que se puede vender un kilo de lenguado alcanza para comprar y procesar doce kilos de anchoveta, y todavía deja un margen de ganancia. Al contrario de lo que nuestro crítico sugería, no hay nada más racional que usar un insumo de poco valor en el mercado para elaborar otro de más alto valor. Eso es justamente lo que se llama “valor agregado”.

La visión del economista difiere –y por una buena razón– de la que pueden tener el fisiólogo o el nutricionista. Al primero le preocupará que haya la mayor cantidad de pescado posible para alimentar a la población. Al segundo, que haya más proteínas. El economista es más ecuménico; más humano, podríamos decir. No solamente le interesan la cantidad de pescado y su contenido proteico, sino también el sabor, la textura y otros atributos que la gente aprecia y que se resumen en el precio que está dispuesta a pagar. El único que puede decir si es preferible un kilo de este bicho a doce kilos de aquel es el consumidor.

Al capitalismo suele acusársele injustamente de promover o tolerar el derroche. Pero en ningún sistema económico hay un incentivo tan grande para evitar el desperdicio de recursos. Se sacrifica a veces el volumen, pero solo para aumentar la utilidad de las cosas. En el sistema de generación de energía conocido como ‘pump storage’ se bombea el agua hacia arriba durante el día para almacenarla en una represa y hacerla caer por gravedad en la noche. La energía que se necesita para subir el agua es más que la que se genera en la caída, de manera que en términos físicos una parte de la energía se pierde; pero esa pérdida se compensa porque su valor de mercado es mayor de noche que de día. Tiene sentido sacrificar un kilovatio y medio a una hora del día en la que sobra energía para producir aunque sea uno solo aquellos momentos en los que más escasea.

Un sistema económico obsesionado por maximizar el valor de mercado tratará por todos los medios de idear subproductos para aprovechar lo que de otro modo serían desechos. El aceite que se extrae de la anchoveta antes de convertirla en harina se usa en la industria farmacéutica para combatir el cáncer y la hipertensión. La pasta de cacao que se retira de la manteca para hacer el chocolate de leche termina en una lata de cocoa. La cáscara de naranja, en un frasco de mermelada. Seguramente sale más jugo metiendo las naranjas con cáscara y todo a la licuadora, pero quién va a querer tomárselo.

 

Publicado en El Comercio el 11 de abril del 2014