Los barones de la banda ancha
Paul Krugman
La gran noticia empresarial de la semana pasada fue el anuncio de que Comcast, un gigantesco operador de televisión por cable y servicio de internet de alta velocidad, llegó a un acuerdo para adquirir Time Warner, que apenas si es grande. Si los reguladores aprueban la transacción, Comcast será un operador abrumadoramente dominante en el negocio, con unos 30 millones de suscriptores.
Así es que permítaseme formular dos preguntas sobre la transacción propuesta. Primera: ¿por qué siquiera debiéramos pensar en dejarla pasar? Segunda: ¿cuándo y por qué dejamos de preocuparnos por el poder de los monopolios?
En la primera, la internet de banda ancha y la televisión por cable ya están altamente concentrados en un puñado de corporaciones que atiende a la mayoría de los clientes. Había una vez autoridades antimonopolios que probablemente, al analizar esta situación, habrían tratado de reducir el tamaño de Comcast. Permitir su expansión habría sido impensable.
El director ejecutivo de Comcast dice que no hay de qué preocuparse: “No se reducirá la competencia en ningún mercado relevante porque nuestras compañías no se traslapan, ni compiten unas con otras. De hecho, no operamos en ninguno de los mismos códigos postales”.
Esto, no obstante, es transparentemente falso. La gran inquietud sobre hacer que Comcast sea aún más grande no es menor competición para los clientes en los mercados locales; para empezar, de cualquier forma, apenas si hay competencia efectiva a ese nivel. Es que Comcast tendría todavía más poder del que ya tiene para dictar los términos a los proveedores de contenidos para su cableado digital y su capacidad para impulsar cuesta arriba transacciones duras haría que fuera todavía más difícil para potenciales rivales futuros desafiar a sus monopolios locales.
El punto es que Comcast encaja perfectamente en la antigua noción de los monopolistas como barones del hule, así llamados por analogía con los magnates ladrones medievales que se acomodaban en sus castillos que daban al Rin y le extraían peaje a cualquiera que pasara por ahí. El acuerdo con Time Warner, le permitiría a Comcast, en efecto, reforzar sus fortificaciones, lo que tiene que ser una mala idea.
Curiosamente, parece faltar un clisé en los argumentos estándares que se exhiben en nombre de esta transacción: no he visto a nadie que argumente que promovería la innovación. Quizá ello se deba a que a cualquiera que trate de plantear ese argumento se lo recibiría con escarnio. De hecho, diversos expertos -como Susan Crawford de la Escuela de Derecho Benjamin N. Cardozo, cuyo libro reciente, “Captive Audience” (Público cautivo) se relaciona directamente con este caso- han argumentado que el poder de las gigantescas compañías de telecomunicaciones ha suprimido la innovación, con lo que Estados Unidos ha quedado, cada vez más, detrás de otros países avanzados.
Y existen buenas razones para creer que no se trata de la historia sobre solo telecomunicaciones, que el poder del monopolio se ha convertido en un freno significativo para la economía estadounidense en su conjunto.
Solía haber un consenso bipartidista a favor de la aplicación de leyes antimonopólicas duras. En los años de Reagan, no obstante, la política antimonopólica entró en eclipse y, desde entonces, han estado aumentando rápido las medidas del poder monopólico, como el grado al que las ventas, en cualquier sector dado, están concentradas en unas cuantas compañías grandes.
Al principio, los argumentos en contra del poder de vigilancia de los monopolios señalaban a los presuntos beneficios de las fusiones en términos de eficiencia económica. Después, se volvió común aseverar que el mundo había cambiado en formas que hacían irrelevantes todas esas inquietudes pasadas de moda sobre los monopolios. ¿Acaso no vivimos en una época de competición mundial? ¿Acaso la destrucción creativa de tecnología nueva no derriba constantemente a los viejos gigantes industriales y crea nuevos?
No obstante, la verdad es que muchos bienes y, especialmente, servicios, no están sujetos a la competición internacional: las familias de Nueva Jersey no pueden suscribirse a la banda ancha coreana. Entre tanto, se ha exagerado la destrucción creativa: Microsoft bien podría ser un imperio en decadencia, pero sigue siendo enormemente rentable gracias a la posición monopólica que estableció hace décadas.
Más aún, hay buenas razones para creer que el monopolio es, en sí mismo, una barrera para la innovación. Crawford argumenta en forma persuasiva que el poder desenfrenado de los gigantes de las telecomunicaciones ha quitado los incentivos para el progreso: ¿para qué modernizar la red o proporcionar mejores servicios cuando los clientes no tienen adónde ir?
Y es posible que el mismo fenómeno esté jugando un papel importante como lastre de la economía estadounidense en su conjunto. Un enigma sobre la experiencia reciente de Estados Unidos ha sido la falta de conexión entre ganancias e inversiones. Las ganancias están en un punto elevado récord en tanto parte del PIB, pero las corporaciones no están reinvirtiendo los rendimientos en sus negocios. Más bien, están volviendo a comprar sus acciones o acumulando enormes pilas de dinero. Lo cual es exactamente lo que se esperaría ver, si muchas de esas ganancias récord representan rentas monopólicas.
Es hora, en otras palabras, de volver a preocuparse por el poder monopólico, lo que debimos haber hecho todo este tiempo. Y el primer paso camino a regresar de esta gran desviación en cuanto a este problema, es obvio: decirle no a Comcast.
Publicado en Gestión el 19 de febrero del 2014